En cierta ocasión mi corazón soñó, cándido de él, con
controlar el tiempo… «Si pudiese volver atrás» decía, derramando lágrimas de
cristal, esas que duelen por dentro, desde un rincón oscuro y solitario.
Durante un tiempo permaneció en silencio. Cada noche, mientras dormía, yo me
dedicaba a recoger todos los cristales… para guardarlos luego en un cajón de mi
escritorio. Así, al menos, evitaría que se cortase con ellos en ese errante ir
y venir que se tornaba monótono en mi entendimiento. Así, además, evitaría
acrecentar su dolor… y el mío.
Ciertamente, debe de doler arrancar de lo más profundo de tu
ser un sentimiento que ha estado arraigando durante tanto tiempo… y digo «debe
de» porque solo puedo suponerlo. Ese conocimiento está reservado para el
místico que afirma ver el color que subyace en un cielo gris y tormentoso, el
escritor capaz de escribir historias sobre el papel como suele hacer el destino
sobre el cielo, el artista, capaz de abrir una ventana sobre un lienzo vacío y
mostrarnos una realidad alternativa… o el poeta, desdichado poeta, aquel que
tras poner su alma a merced del viento se vuelve capaz de contener el perfume
de los más diversos recuerdos en pequeños fragmentos alados, versos
transparentes fundidos cuan cristal en la fragua que contiene el pecho. Así es.
Ignorante de mí, que no soy ni místico, ni escritor, ni artista ni poeta.
Ignorante de mí, que no veo lo que ellos ven.
Volviendo al relato, lo cierto es que un día cualquiera
decidí comprarle un reloj de agujas. Durante el día solía contemplarlo, ver su
actitud frente al objeto. En efecto, la indiferencia que mostraba durante el
día se tornaba ilusión llegada la noche. Ahora comprendía que nunca podría
poseer el tiempo y controlarlo a voluntad, mas en su afán por conseguir algo
parecido intentó imitar el tic tac del reloj. Al fondo de mi estancia lo veía,
ese brillo en sus ojos, el reflejo de una luz que luce por dentro, ajena a todo
lo demás. A pesar de ello, me dolía contemplarlo aferrado a un sueño
inalcanzable pero… lo cierto es que, al menos, ya no lloraba... demasiado.
No dejo de preguntarme qué tiene la noche, que en ese preciso
instante en el que se vuelve patente y deja de manifiesto la ausencia de luz
nos brinda la oportunidad de ver más allá de esta realidad inmediata. En uno de
mis desvelos reflexioné sobre la situación que inundaba a cada instante esa
cotidianidad a la que me costaba habituarme. La conclusión fue simple: si
quieres ver luz no apagues el fuego.
Al día siguiente, sin previo aviso, me senté junto a él.
«Inténtalo» -le dije-. Él me contempló atónito. Derramó entonces una nueva
lágrima, pero esta vez me hice con ella antes de que impactase contra el suelo.
Ambos dejamos escapar un suspiro al mismo tiempo. Luego cerramos los ojos y, en
ese instante… se escuchó lo que parecía un primer latido. A este le siguió un
segundo, y los demás llegaron solos. Nunca pudo volver atrás, pero podría
decirse que logró cumplir su sueño: controlar el tiempo. Desde aquel momento no
hubo segundo alguno que no fuese acompañado por cada uno de sus latidos, ni
persona capaz de poner en duda su dicha tras tan insólito logro.
Juan Salvador
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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)